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El covid ha traído experiencias muy dolorosas para cientos de familias que han perdido a uno o varios seres queridos. Compartir el testimonio de quienes lo han padecido en carne propia, nos ayuda a reflexionar sobre el valor de cuidarnos para cuidar a los nuestros. La empatía es uno de los valores positivos que podemos cultivar durante la pandemia.

Cristina Díaz Morales

Recuerdo perfectamente la última vez que vi a mi madre, como si hubiera sido ayer y no hace un año. Llevo grabados en mi mente y en mi corazón su rostro, sus rizos despeinados y su mano; esa mano que sólo toque por un instante para cuidarla, porque venía de la calle y no quería llevarle “el bicho”, que finalmente terminó por llevársela un mes después.

Yo no sabía que sería la última vez que la vería con vida, de haberlo sabido, la hubiera abrazado con todas las fuerzas de mi cuerpo, de mi alma, de mi corazón para llevar su abrazo siempre y no quedarme sólo con el recuerdo de haber tocado su mano y jugar con las venas que se le formaban y yo disfrutaba sentir.

Entre las prisas cotidianas y los regalos del alma

Ese día llegue a su casa rápido, entré y la vi recostada en su sillón de la sala viendo la televisión y la saludé. Tenía poco tiempo viviendo en esa casa y yo no conocía su hogar; rápidamente hice un recorrido hasta su habitación. Era una casa llena de luz y pintada toda de blanco.

Al llegar a su recámara vi todo en orden, pero me llamó la atención ver que no estaba una Imagen de porcelana del rostro de la Virgen que me gustaba mucho, y que, de broma, siempre le decía que un día me la iba a robar. Esa figura fue un regalo que su hermana Ofelia, mi tía, le hizo hace muchos años.

Al no verla, salí de su habitación molesta porque pensé que la había regalado. Recuerdo que le pregunté ¿en dónde está la Virgen? Ella, con una sonrisa pícara, me respondió para hacerme renegar: ya la regalé. Yo le contesté que me la iba a robar y volví a preguntarle, ¿en dónde está?

Se incorporó de su sillón y me dijo: está dentro de mi closet, llévatela.

De la alegría al dolor más grande

De inmediato corrí a su closet y fui por ella, aunque siempre le decía que me la iba a robar, escucharla decir “llévatela” fue una gran alegría, un triunfo para mí porque era un objeto que siempre había querido por lo que significaba para ella, porque siempre la tenía cerca de ella, como cuidándola, y sé que era una de las piezas favoritas de mi mamá.

Al tener entre mis manos la imagen de porcelana, me sentía como niña con juguete nuevo, y ella lo notó, porque vio la sonrisa en mi rostro y yo en el de ella, esa satisfacción de una madre cuando sabe que hizo muy feliz a su hija.

Al despedirme no la abrace porque venía de mi trabajo y era precisamente cuando estaban aumentando los casos de esta terrible pandemia, y en ese momento la información que teníamos era evitar el contacto con las personas a toda costa para no contagiarlas.

Yo solo toque su mano, le di una palmadita, toque sus venas que le saltaban y con voz imperativa le dije: lávate las manos, pero lávatelas. Ella me respondió que sí con una sonrisa. Hoy quisiera regresar al tiempo y abrazarla y no solo tocarle su mano.

Salí de su casa feliz por el regalo que me había dado, sin saber, que sería la última vez que la vería con vida… sin saber que a los pocos días se contagiaría y tendría que ser hospitalizada durante un largo mes en el que lucharía por su vida hasta su último suspiro, hasta que su corazón no pudiera más.

Hoy a casi un año de ese día, me doy cuenta de que ese pequeño regalo, invaluable para mí, es uno de mis mayores tesoros y una gran herencia.

@arquimedios_gdl

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