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Fabián Acosta Rico

La población de ciertos países como Japón está envejeciendo por razones como la baja natalidad y el aumento de la longevidad o de las expectativas de vida. Nacen menos niños y los ancianos viven más. Esta desproporción demográfica acarrea serios problemas. En lo económico, en un futuro no muy lejano, faltará fuerza de trabajo joven que reemplace y sostenga a un creciente número de jubilados. En lo social y humano: harán falta instituciones y programas que atiendan las necesidades de los adultos mayores.

La crisis de este desbalance poblacional ya afecta al país nipón y se ha manifestado en un fenómeno que evidencia los defectos e injusticias del actual modelo económico. Los ancianos en Japón delinquen para ir a la cárcel. Su creciente número hace difícil que la economía nipona les pueda  garantizar una pensión digna.

Ancianidad y pobreza van de la mano en un mundo utilitarista que valora a las personas por su productividad y consumo. Llegar a la ancianidad es una bienvenida a la marginación y miseria en sociedades supra-capitalista como la japonesa; la tan pondera, acredita y modélica sociedad nipona, ejemplo de progreso y civilidad trata mal a sus ancianos.

Por eso, para sortear las penurias económicas, muchos ancianos japoneses cometen delitos menores como robar en alguna tienda cualquier artículo con la esperanza de ser detenidos por las autoridades. Las leyes del país del sol naciente son sumamente severas: un hurto menor, por ejemplo de una  pieza de pan, puede ser castigada hasta con dos años de cárcel. Terminar preso es relativamente fácil; las puertas de la cárcel son anchas para quien desee cruzarlas.

Para un adulto mayor de 65 años estar preso más que una condena resulta un alivio económico; es común que sus pensiones no les ajusten para cubrir los gastos de alquiler, comida, vestido y sobre todo costear una buena atención médica; en la cárcel, paradójicamente, tienen todas sus necesidades cubiertas a cambio de perder su libertad. Seguridad a cambio de libertad. Muchos aceptan la permuta con gusto como lo demuestran las estadísticas: en 1997 de cada 20 delitos solo uno era cometido por un adulto mayor de 65 años; para el 2017 el índice subió a uno de cada cinco.

Es superficial analizar esta problemática sólo en términos de conveniencia económica; detrás de este fenómeno hay ocultas otras causas como la disolución de las familias. En otras épocas cuando todavía el respeto y el cuidado de los ancianos era una norma social y cultural, los hijos se responsabilizaban de sus padres durante su vejez.

Sin embargo, las exigencias de la vida moderna: obligan a los jóvenes a mudarse a grandes ciudades donde habitan en reducidos apartamentos y viven religiosamente sólo para trabajar.

Pocos se casan y menos tienen hijos; la idea de familia ha dejado de tener significación e importancia para los japoneses. Inmersos en este individualismo, el nipón se olvida de sus  progenitores; quienes terminan abandonados, solos, marginados y sobreviviendo con una raquítica pensión. Ir a la cárcel también salva a los ancianos japoneses de su soledad y más cuando han enviudado.

Muchos de estos reos voluntarios de canas y arrugas, cuando cumplen sus sentencias de inmediato vuelven a delinquir. Preferible vivir preso: que pobre y solo.

En la Postmodernidad se habla mucho de los derechos de las minorías sociales, sexuales y étnicas; olvidando que hay una creciente mayoría, la de los ancianos, que también necesita ser rescatada de las injusticias y marginación generadas por nuestra sociedad de consumo.

            Para un adulto mayor de 65 años estar preso más que una condena resulta un alivio económico; es común que sus pensiones no les ajusten para cubrir los gastos de alquiler, comida, vestido y sobre todo costear una buena atención médica; en la cárcel, paradójicamente, tienen todas sus necesidades cubiertas a cambio de perder su libertad.  

@arquimedios_gdl

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