PBRO. ARMANDO GONZÁLEZ ESCOTO
El cansancio pastoral que en ocasiones se observa en la diócesis, es desde luego un signo del tiempo y podemos advertir diversas causas de este fenómeno.
El cansancio pastoral al que aquí me refiero es aquella situación que se expresa en la lentitud, desánimo, rutina, prisa o desinterés con que se cumplen las tareas parroquiales. En algunas comunidades el número de laicos comprometidos es tan exiguo, que deben desempeñar todas las tareas: son ministros de la comunión, monitores, catequistas, adoradores y participan en encuentros matrimoniales y pláticas presacramentales; no obstante, su entusiasmo y abnegación, es inevitable que acaben experimentando ese cansancio.
También el cansancio pastoral se produce cuando luego de múltiples reuniones, asambleas parroquiales, decanales, vicariales o diocesanas, los resultados nomás no se ven, lo cual desalienta y hace que los agentes sigan solamente la corriente sin mayores expectativas. Cansa igualmente hacer cosas cuyo objetivo no se ve; a nadie le gusta, aunque le acomode, caer en rutinas estériles, hacer retiros repetitivos que no dan fruto, organizar sesiones de estudio de temas inconexos o irrelevantes, reunirse por reunirse, o participar en semanas de ejercicios espirituales que son más bien cursos de espiritualidad y convivencia sin nada qué ver con el espíritu genuino de esta antigua práctica.
Ejercer un ministerio que no es lo que tal o cual persona se había imaginado, o realizar trabajos y proyectos que no obtienen apoyo ni respuesta, trabajar intensamente para que al final a nadie le
interesen los resultados, es igualmente muy cansado. La retroalimentación, que es multifacética, y de la que tanto se habla hoy, es de entraña evangélica, y constituye uno de los recursos más efectivos a la hora de combatir el cansancio pastoral. Sería muy penoso que al sacerdote o al laico comprometido, solamente se les llamara para anunciarles su cambio o para regañarlos, nunca para felicitarlos, o por lo menos, saber cómo se encuentran de salud, eso, hoy día, no sucede ni siquiera en las empresas mundanas, tan empeñadas en cuidar, cultivar y hacer que sus empleados se sientan no sólo útiles sino también, apreciados, valorados, reconocidos.
Un trabajo pastoral más o menos meritorio que no es mínimamente reconocido, desalienta. Hay incontables sacerdotes que desarrollan su labor en las condiciones sociales, económicas y sanitarias menos recomendables, en las peligrosas periferias de la diócesis o de la ciudad, con esfuerzo y verdadero sacrifico de su salud y de su vida sin que ello sea avalado, bajo la premisa de que será Dios quien se los pague, como si la gratitud hubiese dejado de ser un valor para los miembros de la Iglesia, y en particular, de los superiores. Por supuesto que, la ausencia crónica de estímulos genera igualmente cansancio pastoral. El problema es que un cansancio pastoral no atendido puede producir consecuencias lamentables, una de ellas es la deserción de todo compromiso en lo que mira a los laicos, y hasta el abandono del ministerio en lo que hace a los consagrados.
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