PBRO. JOSÉ MARCOS CASTELLÓN PÉREZ
Ya desde mediados del siglo pasado se ha venido diciendo que la fe está en crisis, pero esta crisis de fe se engloba en una más amplia y dramática crisis de civilización, que toca los órganos vitales de la configuración social. Hablar de crisis es, de alguna manera, abordar el lugar que toca socialmente a los valores, las orientaciones normativas o morales y, por supuesto la religión, en su tarea de dar sentido a la vida e integración a la sociedad.
Las crisis son el síntoma de la inadecuación de las respuestas que dan sentido e integración a los problemas más acuciantes de los individuos y de las sociedades humanas; de ahí, se habla de crisis cuando van perdiendo relevancia social las instituciones o estructuras que habían podido sostener los criterios de pensamiento, de juicio y de acción, como es el caso de la religión institucional. Sin estos paradigmas se provoca una pérdida de identidad social.
Sin embargo, toda crisis también tiene un carácter positivo, como una oportunidad para crecer y salir fortalecidos. Que la crisis de fe actual sea para crecer, dependerá de nosotros los creyentes, en la medida en que nos preocupemos por traducirla y vivirla en nuestro momento histórico, con absoluta fidelidad al Evangelio. Ser fieles al proyecto del Reino, por su parte, implica conocer y juzgar, con los criterios del Evangelio, nuestro contexto cultural, diseñar una panorámica objetiva de nuestra realidad y de las ideologías en boga, aunque nos encontraremos en una difícil empresa.
Quizá, de antemano, hemos ya juzgado a la modernidad y a la modernidad tardía, llamada posmodernidad, con desprecio y con un dejo de indiferencia, olvidándonos que la secularidad y la sociedad técnico científica no son ajenas del todo al influjo de la fe cristiana, pues se gestó en el Occidente cristiano y, en el fondo, con criterios de pensamiento eminentemente judeocristianos. Así pues, los creyentes no podemos, sin más, tener una actitud de hostilidad o rechazo permanente a nuestra sociedad y a la cultura contemporánea, posición más de integrismos o fundamentalismos, que no dejan de ser una tentación frente a la crisis. Pero tampoco podemos ser acríticos a los elementos negativos de la modernidad e hipermodernidad que han llevado a la increencia y, de ella, a la indiferencia sobre Dios.
Tratando de mantener la objetividad, la crisis de fe moderna nace a partir del ateísmo del siglo XIX, como génesis de la increencia e indiferencia religiosa actual. Se trata de la primera ruptura de la cosmovisión única cristiana que había caracterizado la historia de la humanidad desde la cristianización del Impero Romano, aunque las raíces ideológicas de esta crisis de fe las encontramos en la Ilustración.
El ateísmo moderno fue formulado desde diversas ópticas y al servicio de objetivos igualmente diversos, sin embargo parece que todo el ateísmo tiene una idea común: para afirmar al hombre habría que negar a Dios; pareciera tratarse de un proceso emancipatorio del hombre frente a una imagen equivocada de Dios.