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Francisco Josué Navarro Godínez

2° de Filosofía

“Donde comen dos, -reza el dicho popular-… comen tres”, éstas son palabras sabias que se han consolidado a través de los años y que expresan la generosidad de nuestros hogares, la calidez habitual de nuestra gente. ¡Qué hermoso es el momento en el que compartimos los alimentos! y esto por muchas razones, entre ellas, que es el momento propicio no solo para recargar las pilas sino para el encuentro, el diálogo entre nosotros.

Compartir el pan y algo más

En nuestra sociedad actual, dentro del ritmo acelerado que generalmente vivimos, lleno de tantas ocupaciones, se ha perdido este valioso momento del día, en el que las familias se sientan juntas a compartir los manjares y la vida misma, las experiencias, las preocupaciones, los sentires de las horas anteriores, recordando que “las penas con pan son menos”.

Los momentos más esperadas por todo seminarista, además de la Eucaristía -claro está-, son el desayuno, la comida y la cena, pues los cuerpos jóvenes, y otros no tanto, necesitan tomar fuerzas para continuar con las actividades diarias que tanto nos desgastan.

Recuerdo que estando en la Secundaria, algunos seminaristas fueron a invitarnos al preseminario, y su speech resultaba motivante, pues nos decían:

“Miren muchachos, en el Seminario se come siempre bien, comemos por la mañana unos ricos frijoles, al mediodía frijolitos con huevo y ya por la noche frijoles a… fuerzas”, y no dudé en decirle al Señor ¡sí, quiero entrar al Seminario! y aquí me tienen cargado de energías escribiendo.

Por la providencia de Dios

Dicho lo anterior, me gustaría, querido lector, hacerte un breve repaso de lo que se vive tres veces al día, tras los muros de esta casa:

Suena el timbre, entonces, más de trescientos estómagos hambrientos arriban al comedor, que para nada es pequeño, y se disponen a ocupar un sitio en las muchas mesas dispuestas, entonces el tintineo de una campanilla irrumpe en el lugar, ya todos de pie se disponen a dar gracias a Dios por los alimentos que por su bondad y la generosidad de tantas personas llegan hasta la mesa.

Acto seguido, se ocupan los asientos y llega el plato de entrada: una rica sopa de palabras, de conversaciones sobre cómo les fue en el día, chistes, anécdotas que pronto se ven interrumpidas porque les toca acercarse a los diferentes carritos con fuentes de comida, donde otros seminaristas que prestan el servicio de “ecónomos” sirven los platillos.

Una vez recogido el plato, pasan por su vaso y cubiertos, y el rito está terminado. Sólo se escucha el esporádico golpeteo de cucharas y tenedores y las variadas conversaciones que se convierten en una nube de sonidos que sólo se ve interrumpida por el insistente sonar de la campanilla; es el momento de ponerse de pie y dar gracias a Dios.

Después de la oración final, cada quien recoge su loza y la lleva hasta otros carritos colocados con el propósito de ser recolectarla y después lavada.

El momento de la comida se cierra con brocho de oro, acudiendo a la capilla para hacer una visita al Pan de la Vida, adorarle y agradecerle por todos los bienes recibidos.

Agradecer el amor del Padre

Entonces, ¿qué nos dejan estos rituales diarios? ¿“primero comer que ser cristianos”? ¡Para nada! Nos ayudan a ser conscientes del gran amor de Dios por nosotros, porque su Providencia nunca nos deja; nos ayudan a valorar el esfuerzo de tantas personas, pues detrás de un plato hay una larga historia para obtenerlo, nos ayudan a compartir nuestras vidas a través del diálogo, a ser compartidos y moderados en el alimento, a orar por los que no tienen nada que comer, a ser siempre agradecidos…

¡Qué hermoso es el momento en el que compartimos la mesa! ¡Cuánta enseñanza nos puede dejar esta ocasión de encuentro! Por eso te invito, en la medida de lo posible, a no separar este regalo del encuentro con el que está a tu lado, a no desaprovecharlo y a ser siempre generoso con el que nada tiene, porque “donde comen dos, comen tres” y prueba de ello es el Seminario.

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