PBRO. ARMANDO GONZÁLEZ ESCOTO
El actual debate acerca de la sinodalidad es en el fondo un debate eclesiológico que encara dos maneras distintas de concebir a la Iglesia, la apostólica y la medieval.
En la Iglesia apostólica, es decir, la de los primeros siglos, la Iglesia se concibe como una comunidad de bautizados que giran en torno a Cristo poniendo al servicio de los demás su diversidad de carismas y ministerios.
La iglesia medieval se concibió como una pirámide de poder, donde los bautizados fueron clasificados en niveles, por un lado, el de los laicos comúnmente llamados “pueblo”, y por otro, el de los consagrados, pertenecientes a la jerarquía con sus múltiples escalones. En esta nueva concepción, ser laico es ser un cristiano de “segunda” e incluso un “profano”, ya que los laicos no podían ni siquiera pisar los presbiterios, tal y como si su consagración bautismal no contara o contara menos que la de los “ordenados”.
En parte esta inesperada división clasista fue efecto de la paulatina asimilación entre la Iglesia y los usos del imperio romano, sobre todo, por el empeño del imperio de dar al sacerdocio cristiano el mismo sitial y forma de entender del sacerdocio pagano, y de los encuadres sociales romanos de donde se tomó la palabra “órdenes” y en consecuencia “ordenarse”; ambos términos eran usados por el Imperio en la ceremonia por la cual un plebeyo pasaba a ser parte de la aristocracia, a lo que se llamaba “ordenarse”, es decir, participar en delante del “orden aristocrático” de la sociedad, el término específicamente cristiano de la
“imposición de manos” quedó atrás, aunque se siguiera realizando, ahora unido con el uso de poner las manos del nuevo presbítero entre las manos del obispo, tal y como desde antiguo el plebeyo ponía sus manos entre las del emperador, como un signo de su paso a la aristocracia.
Por supuesto que una semejante concepción rompía con el espíritu cristiano de los primeros siglos, pero nadie pareció advertirlo y más bien se asumió como parte de una evolución aceptable.
La sacralización subsiguiente de personas, lugares y cosas, fortaleció el fenómeno del clericalismo y así la Iglesia, comunidad de ministerios establecidos por el Espíritu, se convirtió en la pirámide de poder escalonado y fincado sobre la base de un “pueblo” meramente proveedor. Aquí, la sinodalidad ya no tenía cabida o, mejor dicho, se volvió excluyente, será algo de competencia exclusiva de los “ordenados”; laicos, favor de abstenerse.
Ya hemos visto como el Concilio Vaticano II pugnó por recuperar la eclesiología de la Iglesia apostólica, pero eso ha supuesto luchar contra una pesada inercia de más de mil años que sigue resistiéndose a desparecer.
De ahí la importancia del actual sínodo sobre la sinodalidad, y de ahí las voces en contra que buscan todo tipo de argucias para desautorizar un proceso legítimo, que tendrá que seguirse con cuidado y prudencia, pues una Iglesia sinodal no se improvisa de la noche a la mañana.
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