DESATANDO NUDOS
ABEL CAMPIRANO MARÍN
El sacerdocio es un llamado que hace Dios a servirle, desde distintos campos, y todos debemos acudir a ese llamado porque es privilegiado.
San Juan María Vianey decía que el sacerdocio es “el amor del corazón de Cristo”; el llamado que experimentamos alguna vez en nuestra vida, tal y como le sucedió a Pablo en el camino a Damasco, al soldado Íñigo de Loyola, a santa Teresa, al santo Cura de Ars o al Duque de Gandía, san Francisco de
Borja, solo que muchos no lo atendemos y dejamos pasar la oportunidad de nuestra vida de servir a nuestros semejantes en ese ministerio divino.
Conforme al Catecismo de la Iglesia Católica, (Art. 6, No. 1536) el Orden es el sacramento gracias al cual la misión confiada por Cristo a sus Apóstoles, sigue siendo ejercida en la Iglesia en sus tres grados: el episcopado, el presbiterado y el diaconado.
En el Artículo 9, párrafo 4, No. 874, se indica que el mismo Cristo es la fuente del ministerio de la Iglesia porque Él lo ha instituido, le ha dado autoridad y misión, orientación y finalidad.
El sacerdocio es la “semilla del nuevo Israel, a la vez que el origen de la jerarquía sagrada”, como se dice en el punto 5 del decreto Ad Gentes sobre la actividad misionera de la Iglesia.
Independientemente de aquellos que han recibido ese llamado de nuestro Señor para servirle en el ministerio del Orden en la santa Iglesia católica, los laicos también hemos recibido ese llamado, pero no nos hemos percatado del mismo y nuestra vida pasa intrascendente.
Muchos de nosotros hemos abandonado esa misión; nos concretamos a hacer nuestro trabajo personal o profesional, dedicándonos simplemente a que nos sirva de medio para sobrevivir en la vida, olvidándonos de que debemos trascender, y ese es precisamente el sentido de nuestro sacerdocio laico.
Trascender significa ir más allá de lo ordinario. Desde nuestra propia actividad, como constructores,
médicos, abogados, administradores, psicólogos, obreros, artesanos, campesinos, a lo que nos dediquemos, debemos tener siempre presente que somos discípulos de nuestro Señor, y que nuestro trabajo no es solo prestar servicios personales o profesionales, sino prestar ayuda, comprensión, auxilio, y ejercer el divino precepto del amor a nuestros semejantes.
Hay muchos actos de amor que podemos hacer, y que parecerían insignificantes, pero para el que lo recibe tiene un profundo significado. Desde ceder el asiento en el camión a quien lo necesite; no cobrar una consulta médica o legal a quien no tenga con qué pagarnos; permitir el paso a un vehículo que
lleva preferencia; ayudar a subir y bajar del camión o del tren a los niños, mujeres y ancianos; completar las moneditas a otro que las necesita para subir al medio de transporte o darle de comer al hambriento; calmar la sed del sediento o vestir al migrante que deambula por las calles todo andrajoso.
Son obras de caridad cristiana, que debemos hacerlas, sobre todo, sin hacer ostentación, para que todos nos vean.
Esos actos de amor son privados; esa es nuestra manera de cumplir con ese llamado de Dios para amar a nuestros prójimos, ayudar a nuestros semejantes cuando lo necesiten, sin esperar nada a cambio, porque ese es nuestro oficio, nuestro trabajo en esta vida, laborar con denuedo para alcanzar el premio de la vida eterna.
Así que, compañeros sacerdotes laicos, tú querido lector, empieza ya la cruzada de amar a nuestros semejantes, abandonando posturas egoístas, convenencieras e hipócritas. No necesitamos que nadie vea que practicamos la caridad cristiana. Dios nos ve todo el tiempo y valora con su justicia inmanente
nuestras obras buenas y sabrá juzgar también con misericordia las obras malas.
Con la bendición del Señor, continuemos con nuestro sacerdocio, y si tu no lo has hecho hasta ahora, es tiempo de que empieces a cumplir tu tarea. No dejes que pase mas tiempo. “Tiempo perdido los santos lo lloran”, decían los antiguos.