Román Ramírez Carrillo
Dolor. Mucho dolor al recibir, la noticia de más desaparecidos, de más fosas en México a lo largo de todo el territorio, este año de 2019. Es la muestra continua de la injusticia. Los migrantes, personas, seres humanos nacidos en un lugar que no han elegido, tienen que sufrir las duras condiciones de una sociedad que les obliga a salir, a huir con la esperanza, quizás utópica, de conseguir un futuro mejor. Pero ese camino, ese valle de lágrimas, es una auténtica tortura que muestra lo peor del ser humano.
La escala del mal no tiene límites ni fronteras. Por el beneficio de unas mafias que lucran con los migrantes, otros pierden el mayor regalo que hemos podido recibir, la vida. Es la lucha sin cuartel por mantenerse en el mundo.
No es el daño de los malos lo que más entristece, sino el silencio de los buenos. No sorprende que haya gente que solo quieran sacar beneficio con lo que sea, aunque se tenga que jugar con la vida y la muerte. Sigue sorprendiendo el silencio de los buenos. Se mira, hipócritamente, hacia otro lado.
Los centros de atención a Migrantes en todo el país, atendidos por sacerdotes y laicos, nos muestra las miradas de personas que piden auxilio sin gritar, que lloran de dolor sin lágrimas que soltar, que claman un abrazo, gente que quiere vivir, simplemente eso. Un centro de refugiados es una escuela muy dura.
Pero, a la vez, es una maravillosa experiencia humana y espiritual. Se redescubre la humanidad donde la solidaridad es realidad y no sólo palabras bonitas. Ahí se encuentra a Dios. Los refugiados migrantes revelan a Cristo y nos lo dan. Hacen de la palabra de Dios carne de mi carne. Que la realidad nos afecte, nos saque de nuestra indiferencia, que nos implique.