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Fue degradado del estado sacerdotal, despojado de sus vestiduras eclesiásticas, sus manos raspadas para “borrar” la consagración recibida y sin embargo, después de reconciliarse con Dios, no perdió la serenidad y la convicción de haber hecho lo correcto.

Armando González Escoto

Al amanecer del 30 de julio salió Miguel Hidalgo rumbo al paredón, iba acompañado por varios sacerdotes, en tanto él rezaba en un libro que llevaba sobre la mano derecha sujetando un crucifijo de marfil con la izquierda. No admitió de ninguna manera ser fusilado de espaldas, como traidor, así que se le fusiló de frente, sentado en una silla, haciendo falta dos descargas del pelotón para matarlo, la segunda prácticamente a quemarropa, como después consignó por escrito el comandante del pelotón, Pedro Armendáriz. Se había cumplido la justicia española.

El amargo sabor de la derrota

En ninguna situación se pone tan a prueba el valor de un ser humano, como cuando debe enfrentar el fracaso y la derrota. Desde la marcha larga y agobiante bajo el sol del norte, llevando grilletes en los pies, hasta el momento de su muerte, Hidalgo será un sorprendente ejemplo de serenidad, equilibrio, lucidez y congruencia, sin que faltase el buen humor.

Apresado el 21 de marzo y fusilado el 30 de julio, tuvo más de cuatro meses para reflexionar sobre su vida y sus hechos, y esta reflexión se expresa durante el prolongado juicio e interrogatorio a que se vio sujeto. Responde siempre con claridad y honestidad, acepta uno tras otro sus diversos errores tanto personales como de liderazgo; sostiene y confirma con entereza sus ideales tanto en materia de redención social, como en el tema explícito de la independencia, que procuró entendiendo que era lo mejor para este territorio y su gente.

Sus enemigos lograron quebrarlo

Enfrentado con sus jueces y el oprobio con que presionaban sus muchos enemigos, mantuvo un ánimo estable; siendo como fue un hombre inteligente diferenció muy acertadamente el mundo de la política y el mundo de la fe religiosa, por lo mismo se confiesa varias veces, afirma su fe católica, pide perdón a Dios por sus culpas, y pide perdón a todas las personas a las que afectó con sus acciones, siendo constantemente asistido por sacerdotes tanto seculares como religiosos, con algunos de los cuales trabó una franca amistad en esas horas finales de su existencia, como fue el caso de fray José María Rojas.

De acuerdo a las leyes del tiempo, el estado español no podía aplicar la pena de muerte a un sacerdote, razón por la cual fue sometido a la ceremonia de degradación del estado sacerdotal consistente en el despojo de las vestiduras eclesiásticas que previamente se le ponían al acusado, y el raspado ritual de las manos, no desollamiento como algunos dicen, sino más bien un rito, no una tortura, lo cual explica el que acabada la ceremonia pudiera sentarse a comer, por mano propia, cenar y almorzar al día siguiente sin mayor dificultad, repartiendo luego dulces a quienes lo iban a fusilar. Durante el desayuno de ese mismo 30 de julio hizo notar a su sirviente que no por el hecho de que ya lo iban a fusilar, le hubiesen servido menos leche para su chocolate.

Hidalgo murió en comunión con la Iglesia

Desde luego que Miguel Hidalgo no murió excomulgado, por el contrario, murió reconciliado con la Iglesia y bastante confortado en su fe católica la cual profesó hasta el momento mismo de su muerte, pues sabía bastante bien que una cosa era la fe y otra las normas del tiempo. Por lo mismo pudo ser sepultado en la iglesia de San Francisco de Chihuahua, y después de consumada la independencia, nada menos que en el altar de los reyes de la Catedral de México, luego de estar en la capilla de San Felipe de ese mismo emblemático lugar. Posteriormente se depositarán en la capilla de San José hasta su final traslado, en 1926, a la Columna de la Independencia.

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