Juan López Vergara
Nuestra madre Iglesia ofrece para hoy un pasaje del Santo Evangelio muy esperanzador, que nos recuerda el envío que hizo el Señor Jesús de un grupo de setenta y dos seguidores suyos a proclamar el Reino de Dios, a quienes enseña cual es la razón por la que deben estar gozosos (Lc 10, 1-12. 17-20).
La Iglesia despierta en nuestras almas
El relato de la misión de los setenta y dos, exclusivo del evangelio según san Lucas, nos permite conocer una honda preocupación de su comunidad, inquieta por dar a conocer que la responsabilidad misionera no se circunscribe a los Doce: “En aquel tiempo, Jesús designó a otros setenta y dos discípulos y los mandó por delante de dos en dos, a todos los pueblos y lugares a donde pensaba ir” (v. 1). Lucas quiere presentar la evangelización como una obra en la que deben contribuir todos los discípulos de Jesús. El Concilio Vaticano Segundo expresa: “Es de desear que los laicos se dediquen a los estudios sagrados, reconociéndoles la libertad de investigación y de manifestar la propia opinión” (GS 62). Romano Guardini ha expresado: “La Iglesia despierta en las almas”. Esta fórmula transmite la toma de conciencia de que la Iglesia no es una realidad exterior que se yergue frente a nosotros como una institución cualquiera, sino que vive en nosotros mismos.
Existimos para Evangelizar
Las primeras palabras del Señor Jesús indican que la vocación de cada discípulo es obra y gracia de Dios: “La cosecha es mucha y los trabajadores pocos. Rueguen, por lo tanto, al Dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos” (v. 2). El Señor Jesús, después, los invitó a ponerse en marcha, con un aprovisionamiento que sorprende por su simplicidad y desprendimiento (véanse vv. 3-4). La pobreza es condición indiscutible para entrar en el Reino de Dios y distintivo de los que lo anuncian (véase Lc 6, 20). La logística de la misión es muy sencilla, llevar el mensaje del Reino de Dios casa por casa, ofreciendo la paz como saludo y don; sin olvidar que lo decisivo no radica en el bienestar personal, sino en el anuncio de la Buena Nueva (véanse vv. 5-12). El Papa emérito, Benedicto XVI, humilde y sabio y santo, actualiza el mensaje con unas precisas y preciosas palabras: “Existimos para evangelizar”.
“Alégrense porque sus nombres están inscritos en el cielo”
El regreso fue realmente gozoso, pues habían experimentado el Reino de Dios iniciado por Jesús. Los discípulos se dirigieron, entonces, a su Maestro con el título de ‘Señor’, manifestándole que al pronunciar su nombre hasta los demonios se les habían sometido (veáse v. 17); pero Jesús, habiendo ratificado su experiencia (véanse vv. 18-19), los exhortó a discernir cuál debía ser el verdadero motivo de su júbilo: “Pero no se alegren de que los demonios se les sometan. Alégrense más bien de que sus nombres están escritos en el cielo” (v. 20). Para los discípulos, pues, la suprema razón de su alegría es el saberse elegidos por Dios para ser partícipes en la gran misión del Reino.
San Pablo, el gran Apóstol, un genio genial, tras las rejas de la cárcel, escribe a los cristianos de Éfeso: “Por cuanto nos ha elegido en él antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en amor” (Ef 1, 4). Queridos lectores, a decir verdad, ¿quién de nosotros piensa en semejante elección desde la eternidad? ¿No es un motivo más para convertir nuestra vida en una oración de gratitud?