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A diferencia de otras catástrofes naturales de las cuales emanaba la solidaridad la pandemia por COVID-19 llama al confinamiento y a la sana distancia. ¿Cómo lograr un punto intermedio que teja solidaridades, hospitalidad y fraternidad pero sin generar riesgos?

Renée de la Torre

Nuestra era ha sido denominada como la era de la incertidumbre. Ello quiere decir que en el presente no existen verdades únicas ni siquiera son irrefutables. El conocimiento, la fe y la razón ya no son capaces de generar certezas en un mundo que se rebela a ser controlado.

La incertidumbre vuelve a colocar la necesidad de buscar respuestas a quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos. Sin duda la pandemia provocada por el COVID-19 es la puesta en escena de este malestar que ya ha durado más de 10 meses y promete mantenerse al menos hasta el primer semestre del 2021.

El diminuto e invisible organismo logró poner al mundo en vilo. Hemos presenciado un suceso global que ha trastocado formas de gobierno, economías, autonomías y libertades.

Este año no será olvidado en muchas generaciones y sus daños o las nuevas condiciones de vida no serán paliadas en corto plazo.

Los retos para la Iglesia

No es que el COVID trajera consigo un mundo nuevo, pero si fue una pisada brusca en el acelerador de proceso de hiperindividualismo. Ello representa nuevos retos para la humanidad, y también representan desafíos o nuevas oportunidades para que las comunidades religiosas brinden sentido y acompañamiento a sus integrantes.

Los primeros meses se ordenó el cierre de todos los templos de México, pero las actividades religiosas no cesaron pues las parroquias implementaron estrategias de mediatización y mudaron hacia el espacio de las redes sociodigitales para continuar con sus celebraciones litúrgicas. La Iglesia católica retornó a los tiempos de las epidemias mortales y sacó sus símbolos e imágenes milagrosas para brindar bendición y consuelo en las calles de las ciudades.

Incluso por primera vez se tuvieron que cancelar peregrinaciones multitudinarias como fue la de la Virgen de Zapopan y la de la Virgen de Guadalupe. La fe se mantiene en los hogares en los cuales se pude vivir la liturgia televisada o comunicarse con las deidades a través de la práctica de los altares domésticos. Sin embargo, sigue habiendo una deuda con la comunidad.

Esperanza y solidaridad

Las situaciones de vulnerabilidad extrema exigen explicaciones de lo que las originó, palabras de aliento, mensajes de certidumbre en medio del desconcierto y mensajes de esperanza para soportar el temor, el dolor, y el sufrimiento.

Esto se agudiza en las situaciones donde alguien se infecta y es apartado del contacto con los otros, o peor cuando un familiar se interna en el hospital y queda aislado, y más dramático aun cuando se muere y no hubo despedida ni posibilidad de velarlo. Vivimos un laberinto que lleva a la soledad.

Tradicionalmente las religiones han aportado fuentes de interpretación a los sucesos trágicos de la vida humana. Por lo general estas explicaciones colocan a Dios como la explicación y el destino salvífico de estas situaciones. Desde el inicio del COVID-19 el Papa Francisco ofreció la bendición “Urbi et Orbi” –a la ciudad y al mundo– el 27 de marzo de 2020 en un mensaje televisado desde una plaza vacía.

Su mensaje es una clave muy interesante pues por un lado brindó respuestas de salvación a la crisis social y ambiental que vive el mundo. Lejos de colocar a Dios como creador de las pestes, que en la edad media se interpretaban como castigos divinos a la desviación moral, colocó la esperanza en el reencuentro con la solidaridad.

Yo entiendo su mensaje como un llamado a dejar el individualismo, a dejar “las falsas y superfluas seguridades” del hedonismo. A abandonar la cultura pretenciosa de una sociedad de consumo y a “animarse a motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad”.

El mensaje del Papa es muy apropiado para guiar la acción y encontrar salidas al hiperindividualismo al que conduce la pandemia del COVID-19 que, a diferencia de otras catástrofes naturales de las cuales emanaba la solidaridad, ha optado por una política de salud que llama al confinamiento y a la sana distancia.

Estas medidas protegen del contagio, pero a su vez debilitan los lazos solidarios y comunitarios que por ejemplo surgen en eventos como los terremotos. Por ello creo que el gran reto sugiere imaginar ¿cómo retejer los lazos comunitarios –que no solo se traducen a despensas—y que son indispensables, evitando poner en riesgo a la población? ¿Cómo lograr un punto intermedio que teja solidaridades, hospitalidad y fraternidad pero sin generar riesgos?

@arquimedios_gdl

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