No venimos a este mundo a vegetar, a pasarlo cómodamente, a hacer de la vida un sofá que nos adormezca; al contrario, hemos venido a otra cosa, a dejar una huella (Papa Francisco JMJ, 2016).
Fernando Díaz de Sandi Mora
Nuestra muerte supone agotar las múltiples oportunidades que la vida nos fue ofreciendo en cada despertar, en cada amanecer. Es el fin de un ciclo de ocasiones para ser lo que somos y hacer lo que hacemos y regresar a casa, con apenas el equipaje de nuestras acciones.
El día de la muerte, la propia o ajena, estará marcado por la plenitud, la consciencia y la cosecha del bien sembrado a lo largo de nuestras vidas. Es natural y perfectamente normal sentirnos tristes, llorar, extrañar y vivir el adiós con el respeto y dignidad a nuestras emociones y el sentir personal que nos deja la partida de aquellos a quienes amamos. Jesús mismo tuvo a bien validar nuestras lágrimas “cuando un amigo se va”, como versa la mítica canción de Cortez.
Morirse es un paso obligado para retornar al punto de origen, la puerta de entrada hacia los brazos de un Padre amoroso que ya espera, que ha preparado una fiesta por el feliz reencuentro. Pero será necesario ir bien vestidos para la ocasión. El Papa Francisco dice muy bien al respecto: “se necesita el esfuerzo de cada día, todo el día para amar a Dios y a los demás. El Señor nos reconocerá solo por una vida humilde, una buena vida, una vida de fe que se traduzca en obras”. Las obras que hacemos en vida, son el traje que portamos al morir, y es ese atuendo el que nos viste al llegar al banquete que Jesús ha preparado.
Para morirse cualquier día, para vivir sólo este. Cada jornada representa en sí misma una oportunidad única de cambio, de mejora, de crecimiento personal y de encuentros positivos, siempre a favor del que necesita, del que se puede ayudar. Nuestros días se van tejiendo con una rapidez frenética e imparable y van construyendo una vida adornada con acciones que llevan puesto el corazón, la paz, la armonía, la comprensión y el perdón, o bien, la desazón, la tristeza, el rencor, la mentira, la envidia. Las obras realizadas u omitidas en vida, terminan siendo la prenda que nos reviste para emprender el camino a la última morada. Sólo aquellos vestidos con la gala del amor hecho obras, los que porten la elegancia de una feliz vida, se sentirán dignos de sentarse a la mesa. Pero aquellos que llevan harapos roídos y malolientes por una vida desperdiciada, por sí mismos se irán de casa, sintiéndose indignos de llegar a la fiesta, y dejando el lugar vacío, y al Padre Eterno esperando, siempre esperando.
Para morirse, primero es necesario vivir; porque hay vidas tan vacías que aunque vivos, ya están muertos.