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Ignacio Román Morales

Desde el Deuteronomio, o “La segunda Ley”, en el Antiguo Testamento, la organización de los pueblos está condicionada por la existencia de una autoridad que cuente con los recursos para poder actuar. Así, el Diezmo es central en el texto sagrado. Luego, todas las civilizaciones han contado con estructuras que implican pagos de impuestos, tributos, rentas, etc.

Ahora, una cosa es el reconocimiento universal de que los impuestos existan y otra muy distinta es el acuerdo sobre su monto o proporción, así como la claridad y la eficiencia en su utilización en favor de las sociedades. Los gobiernos pueden tener una altísima capacidad tributaria y usarlos adecuadamente, lo que se traduce en un alto desarrollo social, como en Dinamarca, donde los ingresos fiscales representan 32.4% del PIB (base de datos del Banco Mundial).

Entre paraísos fiscales y la ley de la selva

En cambio, otros países también pueden tener una carga fiscal muy alta, pero con eso no impide una altísima pobreza y concentración de la riqueza, como en Lesoto (África del Sur), en dónde la carga fiscal significa 29.7% de la producción nacional. Los países con alto nivel de PIB por habitante y bajos impuestos son paraísos financieros internacionales, como Mónaco en el primer caso y Kuwait en el segundo, cuya riqueza pública proviene de sus recursos petroleros.

En el extremo opuesto, hay países con baja tributación fiscal, pero que son extremadamente pobres, como Guinea Ecuatorial y Myanmar, que rondan el 6% o Somalia, que no cobra impuestos, pero ha pasado por hambrunas relativamente recientes. En suma, los bajos impuestos no están asociados con altos niveles de vida, salvo en lugares en que el poder público cuenta con otras fuentes significativas de financiamiento. En México, la carga fiscal es también una de las más bajas, pues sólo representa 13.1% del PIB.

El que se cobren muchos impuestos no es malo, pero tampoco es necesariamente bueno.

Si se cobran altos impuestos y no se utilizan de manera justa, eficiente y transparente en favor del interés público, estamos en un problema grave.

La imagen del Estado se convierte en la de un aparato corrupto o inepto (o ambos), y cobra fuerza la demanda social de bajar impuestos. Sin embargo, la baja captación fiscal no sólo no resuelve, sino que agrava al problema, dejamos de actuar como sociedad y entramos a la Ley de la Selva del libre mercado absoluto.

¿Qué se hace con nuestros impuestos?

En el sistema fiscal mexicano se concentran en una gran bolsa, organizada por el Sistema de Administración Tributaria a nivel federal o por las dependencias de Hacienda y Finanzas e nivel estatal. Luego las dependencias hacendarias, como la Secretaría de Hacienda integran los ingresos públicos y programas el gasto, lo distribuyen a los distintos organismos (como las secretarías, las paraestatales o las instituciones de seguridad social) y estas últimas ejercen su gasto.

En otras palabras, no podemos saber específicamente a dónde va a parar cada impuesto específico que pagamos, no sabemos quién finalmente gastará el dinero que nosotros pagamos mediante el IVA, el ISR o más específicamente el impuesto sobre nómina, por ejemplo. Como las cargas tributarias pueden venir por el lado del gobierno federal, estatal o municipal, la dilución de la información se hace cada vez mayor.

¿Por qué no comenzar a operar esquemas alternativos? Podrían establecerse, Impuestos de Asignación Directa, en dónde, por ejemplo los pagos efectuados por una empresa grande pudiesen efectuarse directamente en favor del desarrollo de microempresas en zonas marginadas, en dónde esté claro quién y cómo financia al sector salud, al educativo, a la protección ambiental, etc.

Una reforma fiscal de fondo debe de pasar no sólo por poder incrementar los recursos del Estado, sino su adecuado uso en favor de una sociedad más justa, equitativa y sustentable.

@arquimedios_gdl

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