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La muerte a la luz de la fe en Cristo y el rechazo al dualismo.

Sem. Hugo Gaucín

En diferentes etapas de la historia de la humanidad, el bagaje cultural ha tendido a una cosmovisión “dualista” de la realidad, este pensamiento afirma que el mundo es resultado de la lucha entre opuestos, la existencia es una lucha entre el bien y el mal, lo espiritual contra lo material. El pensamiento dualista se incrusta en nosotros a partir de una lectura errada de nuestra propia experiencia, descubrimos en nosotros una inclinación a hacer maldades, y otras veces, aunque no las queremos hacer, las terminamos haciendo y damos cuenta de ellas cuando se han consumado y sus frutos ya están amargando nuestra vida. El dolor, sufrimiento, enfermedad, el mal, nos hacen clamar liberación, nos une a la voz de San Pablo en su carta a los Romanos: «¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?» (7, 24).

A diferencia del dualismo, el cristianismo no rechaza el cuerpo y no ve la muerte como “liberación” del alma.

Somos más que polvo de estrellas

El cuerpo es más que caro-data-vermibus «carne dada a los gusanos», es más que “polvo cósmico”; Es verdad que somos materia y naturaleza, pero no sólo eso. No podemos negar la actividad espiritual, precisamente, por esta consciencia de sí, reconocemos una diferencia abismal entre nosotros y toda la Creación. El ser humano une en su naturaleza el mundo material y espiritual: «Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente» (Gn 2,7). El cuerpo es más que carne precisamente por su origen divino, es cuerpo de “alguien”, persona en su totalidad, y no “algo”.

Cuando queremos hablar de la muerte lo abordamos como “separación” de cuerpo y alma, pero realmente esta palabra no alcanza a responder el misterio de la muerte;

El cuerpo no es una “cajita” que guarda el alma, decir cuerpo o alma son palabras que nos sirven para hablar de estos temas, pero en realidad son uno, comenzamos nuestra existencia en esa unicidad, somos “espíritu encarnado”, “carne espiritualizada”.

La muerte ya de sí nos propone un problema: el único capaz de aniquilar la existencia es el mismo que la da, pero en Dios no existe contradicción: ¿Por qué nos daría la vida para después quitarla?

El nuestro, es un Dios de vivos

La Sagrada Escritura dice que por el pecado vino la muerte, no como castigo, sino como consecuencia de nuestro rechazo a permanecer en Dios, origen de nuestra vida. Dios es el dueño de la vida y la da una vez y para siempre. Por existir, creados a «imagen y semejanza», por la libre y amorosa voluntad de Dios, cuando ya no es posible continuar la vida humana en esta unicidad, nuestra persona sigue viviendo en su ser espiritual.

Para entender mejor podemos recurrir a las palabras de Jesús que nos enseña sobre la resurrección: «Y que los muertos resucitan lo ha indicado también Moisés en lo de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven» (Lc 20, 37-38).

En Cristo, Dios nos ha devuelto la alegría de la Vida a la que estamos llamados: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre si no es por mi» (Jn 14,6). Sobre a dónde van los muertos, la fe nos debe sostener en la esperanza de que después de la muerte no vamos a un lugar, sino con Alguien, al encuentro con nuestro Padre. Por lo que toca a nuestro ser, será uno (cuerpo y alma), como Dios lo quiso desde el principio, en la resurrección final, promesa del Resucitado que venció a la muerte: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día» (Jn 6,54).

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