Pbro. Armando González Escoto
Dios es el origen de la palabra, porque la creación de todo cuanto existe fue su palabra. Luego la finalidad primaria de la palabra es comunicar vida, la vida que es armonía y proyecto creativo. La palabra es aquello que da voz y forma al pensamiento, de tal manera que a través de la palabra conocemos el pensamiento de quien la expresa. Siendo el cosmos infinito el libro que Dios sigue escribiendo, descubrimos por su caligrafía el pensamiento extraordinario de un Dios siempre impredecible, que en efecto hace nuevo todo aquello que toca.
Pero también desde los orígenes, la palabra creadora ha sido contrastada por la palabra que destruye, la palabra del mal que siempre ha sido un monólogo obsesivo, lo mismo si es sinuoso, turbulento o edulcorado. Esta palabra del mal exhibe el pensamiento de los seres atormentados, inicialmente de aquel que perdió la armonía, la bondad y la belleza de su primer origen.
A diferencia de la naturaleza que es el eco permanente de la palabra de Dios, la palabra de los hombres oscila todo el tiempo entre ser portadora del bien o del mal; de esta oscilación nadie se escapa. La responsabilidad en el uso de la palabra tiene justamente aquí su mayor reto.
Es verdad que la palabra revela el espíritu de quien la pronuncia o escribe, pero también refleja el medio ambiente en el que se mueve. Si se vive en y para los pobres, la palabra refleja las preocupaciones de los pobres, si se vive en y para los grandes empresarios, la palabra reflejará las inquietudes de los empresarios. Si se vive en y para la verdad, la palabra revelará las premisas permanentes de la voluntad de Dios por encima de cualquier contingencia.
Que la palabra del mal sea un monólogo se entiende, porque el mal no sabe escuchar, cree saber ya todo, y cree deber hablar de todo sin escuchar otra voz que la propia y la de sus similares, la de los que le dicen siempre que sí a todo.
Por lo mismo el periodismo es una vocación difícil para aquellos que la quieren asumir con honestidad y buena voluntad, en cambio, para las mentes superficiales, para los espíritus turbulentos, o para quienes ponen en venta su pensamiento, se convierte en la oportunidad del propio lucimiento, del acceso a los cotos de poder o de la ganancia económica.
Desde luego que la palabra de Dios no es solamente dulzura y suave brisa, también es fuerza que incide, voz profética que denuncia y reclama, pero para que el hombre pueda ser también portavoz del profetismo divino se necesita mucho más que clamores y ademanes. En la lógica de la revelación cristiana, solamente quienes viven en la profunda paz de Dios pueden luego predicar con la energía del rayo, porque su palabra no nace del odio a persona alguna, de simpatías o antipatías, de posturas ideológicas, o intereses obscuros, sino de la permanente fidelidad a la palabra creadora.