“Dichoso el que teme ofender al Señor. Le irá bien” (Salmo 127).
¿QUIÉN DIJO QUE UN MONARCA NO PUEDE LLEGAR A SER SANTO?
En tiempos de turbulencia política es admirable encontrar líderes muy bien formados con un hondo sentido de responsabilidad, de justicia y de honestidad, entre tantas virtudes.
San Eduardo es sólo un ejemplo. Éste fue el más popular de los reyes ingleses de la antigüedad. Tres cualidades le merecieron su fama de santo: era muy piadoso, sumamente amable y amante de la paz.
Era hijo de Etelredo y a los diez años fue desterrado a Normandía, Francia, de donde no pudo volver a Inglaterra sino cuando ya tenía 40 años.
Fue un personaje muy popular. Como soberano, lo primero que hizo fue suprimir el impuesto de guerra, que arruinaba mucho a la gente. Luego, durante su largo reinado, procuró vivir en la más completa armonía con las cámaras legislativas (que el dividió en dos: cámara de los lores y cámara de los comunes). Se preocupó siempre porque gran cantidad de los impuestos que se recogían se repartieran entre las gentes más necesitadas.
Era tan bondadoso que jamás humilló con sus palabras ni al último de sus servidores. Se mostraba especialmente generoso con los pobres y con los emigrantes, y ayudaba mucho a los monjes. Aún el tiempo en que estaba en vacaciones y dedicado a la cacería, ni un solo día dejaba de asistir a la santa Misa. Era alto, majestuoso, de rostro sonrosado y cabellos blancos. Su sola presencia inspiraba cariño y aprecio.
Cuando Eduardo estaba desterrado en Normandía prometió a Dios que si lograba volver a Inglaterra iría en peregrinación a Roma a llevar una donación al Sumo Pontífice. Lo desaconsejaron. Entonces envió unos embajadores a consultar al Papa San León IX, el cual le mandó decir que le permitía cambiar su promesa por otra: dar para los pobres lo que iba a gastar en el viaje, y construir un buen convento para religiosos. Así lo hizo puntualmente: repartió entre la gente pobre todo lo que había ahorrado para hacer el viaje, y vendiendo varias de sus propiedades, construyó un convento para setenta monjes, la famosa Abadía de Westminster (nombre que significa: monasterio del occidente: west = oeste u occidente; minster = monasterio). En la catedral que hay en ese sitio es donde sepulta a los reyes de Inglaterra.
En 1066 llegó la hora de la muerte. A los que lloraban al verlo morir, les dijo:
“No se aflijan ni se entristezcan, pues yo dejo esta tierra, lugar de dolor y de peligros, para ir a la Patria Celestial donde la paz reina para siempre”.
Que Dios Santísimo nos conceda muchos gobernantes tan virtuosos como San Eduardo, rey.
¿QUÉ PODEMOS APRENDER DE ÉL?
1. Su extraordinaria piedad: combinó admirablemente sus deberes de gobernante con su fe cristiana.
2. Su humildad, bondad y amor a los más desprotegidos.
3. Su inteligencia y admirable discernimiento para tomar grandes decisiones.